La cuota de pantalla es, por definición, el establecimiento por parte del Estado de una cantidad obligatoria de películas por sala en un período determinado. Es una medida que los estados se han dado a fin de proteger su cinematografía en el mercado.
Pero la cuota de pantalla es, en realidad, sólo una de las herramientas de regulación que tiene un estado para la defensa y promoción de la actividad cinematográfica. Y al debatir sobre el tema es inevitable que nos introduzcamos en otro gran debate de carácter esencialmente ideológico y de alcance universal: ¿debe el Estado regular el mercado en áreas sensibles como el cine y la cultura?
En general, nadie se sorprende si un estado grava el ingreso de productos extranjeros en su aduana; esto es de uso común. Prácticamente no hay país en el mundo que no establezca gravámenes. Hasta se podría decir que la construcción de los grandes estados modernos y de los países denominados “potencias” está ligada al modo en que protegieron su industria y sus actividades en relación a la exportación libre.
Hay un episodio aleccionador en torno del tema del proteccionismo, que tiene que ver con el nacimiento mismo del cine. El 1891 Edison inventa en Estados Unidos un aparato de visión individual llamado kinetoscopio. El espectador debía aplicar el ojo a una lente de aumento, a través de la cual podía ver películas breves, de diecisiete metros, que el mismo Edison abastecía desde sus estudios de Menlo Park.
Casi en paralelo, los hermanos Lumiere desarrollan en Francia otro modo de ver cine que consistía en la proyección de la imagen sobre una pantalla. El cinematógrafo no interesó en principio a Edison, hasta que Félix Mesguisch, operador de los hermanos Lumiere, ensayó el sistema en un music-hall neoyorquino con un éxito abrumador que incluyó vítores a los Lumiere y el acompañamiento de La Marsellesa. El cine se transformaba así en el gran arte de masas que aún hoy continúa siendo.
Era 1896 y luego de una gira, Mesguish regresó a Nueva York donde, además de comprobar la decadencia del kinetoscopio, se encontró con que habían proliferado las salas de exhibición equipadas con aparatos de proyección de patente americana llamados vitascopio, veriscopio y el muy conocido biógrafo.
Las autoridades aduaneras confiscaron los equipos franceses y Mesguish debió partir con las imágenes francesas y su Marsellesa al Canadá. Una mezcla de piratería industrial y proteccionismo hacía nacer a la gran industria del espectáculo que no mucho después se mudaría a Hollywood.
La excepción cultural
Luego de la Segunda Guerra Mundial y a través de la OMC (Organización Mundial de Comercio) se realizaron esfuerzos tendientes a desarrollar al máximo los intercambios de bienes y servicios entre todos los países del planeta. En los últimos diez años tuvo lugar, en el marco del GATT (Acuerdo General sobre Tarifas e Intercambio), un intenso debate acerca del tratamiento específico que debería darse a los bienes culturales, su intercambio internacional y su posible protección por parte de algunos estados nacionales.
La polémica provocó la ruptura del monolítico frente de los países más desarrollados. Francia y Canadá, enfrentan con válidos argumentos de protección la política aperturista de EE.UU., que considera a la cinematografía y sus productos como bienes de intercambio no específicos, sujetos a las reglas generales del comercio internacional regulado por la OMC y sus acuerdos.
A la luz de esta polémica, en 1993, nace el concepto de “excepción cultural”, que ha sumado a Francia y Canadá el respaldo de muchos países, incluido Brasil y Argentina, preocupados por la supervivencia de sus industrias culturales, en particular la cinematográfica y la audiovisual.
El concepto define la propuesta de exceptuar la cultura y sus actividades productivas de las reglas del mero comercio, permitiendo formas específicas de protección y fomento que, de no existir, implicarían el debilitamiento y hasta la desaparición de las identidades culturales nacionales.
La excepción cultural como propuesta, se funde con el más amplio concepto de “diversidad cultural”, que expresa la más firme resistencia a la globalización salvaje impulsada por el mercado del ocio y el reducido grupo de multinacionales que lo hegemonizan. Lo que está en juego es mucho más que el éxito o fracaso de una industria y sus empresas. Naciones enteras se juegan en este debate su “lugar en el mundo” o la definitiva exclusión.
El cine es, fundamentalmente, una industria cultural y requiere, como el conjunto de nuestras industrias, de activas políticas públicas de estímulo y protección, propias de su doble especificidad: cultura e industria.
La industria del cine argentina es una industria pequeña, aparentemente débil, pero es también, debemos decirlo, la segunda industria del idioma español y tal vez la décima o novena industria cinematográfica de occidente, por la cantidad de películas y por su presencia en el mercado mundial.
Si no existiera protección aduanera para los autos en la Argentina, no existiría la industria automotriz, y si no tuviéramos alguna forma de protección para el cine, no tendríamos industria cinematográfica. Si los autos se protegen por vía aduanera, ¿cómo podemos proteger el cine? Reaparece aquí el tema de la excepción cultural para la actividad cinematográfica, exceptuada de hecho de las formas habituales de protección de bienes industriales.
Curiosamente el primer partidario de esta protección ha sido Estados Unidos, que planteó en 1948 la necesidad de que las industrias culturales debían de ser exceptuadas de los acuerdos de comercio entre las naciones. Prueba una vez más que la gran potencia del Norte no tiene posiciones permanentes sino sólo intereses permanentes.
Para proteger al cine como industria, los estados que quieren tener una industria cinematográfica y audiovisual activa han desarrollado diferentes maneras de fomento. Con excepción de EE.UU., China y la India que, como controlan sus grandes mercados o, en caso de Hollywood, el mercado mundial, el resto de los países del mundo que tienen industria cinematográfica, como Francia, España, Italia, subsidian su cine. ¿Por qué requieren de esas ayudas la mayoría de las cinematografías del planeta?
Subsidios vs. Dumping
Es muy difícil para cualquier país, a riesgo de aislarse culturalmente, gravar con razonabilidad industrial una película extranjera en su paso por la aduana. El propósito de forjar identidades está acompañado por la necesidad de integración y participación en un mundo globalizado. Lo contrario podría generar una cultura nacional pero al mismo tiempo aislada, desconectada de lo que es la producción global.
China, por ejemplo, pone un límite a la entrada de películas extranjeras y, a pesar de la reciente apertura, sólo permite 30 películas extranjeras por año. Mi punto de vista es que esto no es viable para la Argentina ni en términos políticos, ni económicos, ni culturales, y es así como lo ve la mayoría de los países de occidente. No hay otra posibilidad que permitir el ingreso de películas extranjeras sin gravar su verdadero costo industrial, que es el costo de producción.
Pero eso genera una enorme desventaja para las industrias culturales de los países que deben enfrentar a la cultura más poderosa, que es la que produce cine fundamentalmente desde Hollywood. Entran al mercado cinematográfico películas que costaron u$s 100 millones y sólo pagan un impuesto mínimo por el ingreso de un internegativo, que es una copia del negativo original.
Esto determina una suerte de dumping frente a nuestra industria cinematográfica, que debe competir con películas que ya amortizaron su costo, mientras las películas argentinas deben amortizarlo en su propio mercado.
A esta desventaja debemos agregar el hecho de que nuestros filmes pagan, a su vez, un impuesto aduanero por el material virgen que utilizan, por el equipamiento (cámara, luces, equipos de edición) y por los productos utilizados en el proceso de laboratorio.
Esto es lo que definió muy bien el presidente Kirchner en su discurso del Festival de Mar del Plata: “Una lucha entre David y Goliat”. Nuestro cine es sin duda una suerte de David cinematográfico que debe pelear contra el Goliat de Hollywood y, además, con las manos atadas. Entonces, lo que han hecho los países desde hace tiempo, la Argentina desde 1948, es tener políticas de fomento del cine propias, no excluyentes del cine extranjero.
En la actualidad, en la Argentina esta protección es regulada por la Ley de fomento cinematográfico, que establece un fondo que se nutre del 10% de toda entrada vendida, 10% de todo video vendido o alquilado y un porcentaje de publicidad en la televisión. Con este fondo fomentamos nuestro cine. Un monto equivalente a lo que sale una película mediana o pequeña de Hollywood. Con esta cifra el Estado argentino contribuye a la producción de alrededor de 50 películas anuales.
Cuota de pantalla
Además de los subsidios, hay una segunda línea de defensa, ya que de nada sirve que una política pública ayude a filmar si se mantiene la hegemonía casi salvaje de la producción norteamericana, los llamados “tanques”de Hollywood.
Basta analizar los porcentajes de participación de las cinematografías nacionales para entenderlo: el cine alemán llega a un 12 % en su propio mercado; España tiene un 16%; Brasil ha oscilado del 8 % el año pasado, al 23% sobre la base de una particular asociación entre las compañías norteamericanas y el cine brasileño. En Argentina hemos estado históricamente entre un 10 y un 20%. Pero en 2004, a pesar de contar con películas de gran potencial comercial, hemos descendido por debajo del 10% en nuestro propio mercado.
Es evidente que el sistema de comercialización que distribuye las películas “tanque” tiene una política francamente agresiva, con metas explícitas para copar las pantallas. Estrenan con una cantidad masiva de copias, tapan las salidas (muy pocos títulos, muchas copias) y sobre la base de una alianza explícita con las empresas de las multipantallas. En el momento de levantar por la nueva programación una película de Hollywood o una argentina, ha sido recurrente la opción de levantar a esta última.
Esta es la historia de muchos países, no sólo de la Argentina. Entonces aparece la pregunta: ¿para qué sirve fomentar una industria de cine si luego no se la protege en la exhibición?
Volvemos entonces al punto de partida, ¿es válido que un Estado proteja a una industria cultural frente a las desventajas que ésta padece en el libre juego del mercado? La respuesta, obviamente, es sí. Los países sensatos toman medidas de protección de sus industrias, incluidas las industrias culturales. Un estado puede y debe valerse de formas de protección, especialmente en el plano de su producción cultural.
Esta es la razón por la que se implementa la cuota de pantalla. Que curiosamente no es la medida fundamental para proteger en el mercado al cine argentino. La cuota de pantalla es algo así como el piso. El piso establece que se debe estrenar una cantidad de películas por año en las salas de cine nacionales, pero ocurre que, al no haber películas ni copias suficientes, los resultados se diluyen.
Hagamos un cálculo: hacemos 50 películas por año, que se estrenan con menos de 10 copias. Eso significa que al mercado local ingresan 500 copias de cine nacional por año. Una sola película grande norteamericana llega hoy a las 140 copias, lo que implica que con sólo tres películas de las denominadas “tanque” prácticamente nos equiparan.
La finalidad de la cuota de pantalla es facilitar el estreno de todos los títulos argentinos, pero si todo terminara ahí, habría libertad para sacarlos por la presión de los títulos de las grandes distribuidoras de Hollywood. Por lo tanto, aun con cuota de pantalla, no habría techo, no podríamos crecer.
Pero la cuota de pantalla es, en realidad, sólo una de las herramientas de regulación que tiene un estado para la defensa y promoción de la actividad cinematográfica. Y al debatir sobre el tema es inevitable que nos introduzcamos en otro gran debate de carácter esencialmente ideológico y de alcance universal: ¿debe el Estado regular el mercado en áreas sensibles como el cine y la cultura?
En general, nadie se sorprende si un estado grava el ingreso de productos extranjeros en su aduana; esto es de uso común. Prácticamente no hay país en el mundo que no establezca gravámenes. Hasta se podría decir que la construcción de los grandes estados modernos y de los países denominados “potencias” está ligada al modo en que protegieron su industria y sus actividades en relación a la exportación libre.
Hay un episodio aleccionador en torno del tema del proteccionismo, que tiene que ver con el nacimiento mismo del cine. El 1891 Edison inventa en Estados Unidos un aparato de visión individual llamado kinetoscopio. El espectador debía aplicar el ojo a una lente de aumento, a través de la cual podía ver películas breves, de diecisiete metros, que el mismo Edison abastecía desde sus estudios de Menlo Park.
Casi en paralelo, los hermanos Lumiere desarrollan en Francia otro modo de ver cine que consistía en la proyección de la imagen sobre una pantalla. El cinematógrafo no interesó en principio a Edison, hasta que Félix Mesguisch, operador de los hermanos Lumiere, ensayó el sistema en un music-hall neoyorquino con un éxito abrumador que incluyó vítores a los Lumiere y el acompañamiento de La Marsellesa. El cine se transformaba así en el gran arte de masas que aún hoy continúa siendo.
Era 1896 y luego de una gira, Mesguish regresó a Nueva York donde, además de comprobar la decadencia del kinetoscopio, se encontró con que habían proliferado las salas de exhibición equipadas con aparatos de proyección de patente americana llamados vitascopio, veriscopio y el muy conocido biógrafo.
Las autoridades aduaneras confiscaron los equipos franceses y Mesguish debió partir con las imágenes francesas y su Marsellesa al Canadá. Una mezcla de piratería industrial y proteccionismo hacía nacer a la gran industria del espectáculo que no mucho después se mudaría a Hollywood.
La excepción cultural
Luego de la Segunda Guerra Mundial y a través de la OMC (Organización Mundial de Comercio) se realizaron esfuerzos tendientes a desarrollar al máximo los intercambios de bienes y servicios entre todos los países del planeta. En los últimos diez años tuvo lugar, en el marco del GATT (Acuerdo General sobre Tarifas e Intercambio), un intenso debate acerca del tratamiento específico que debería darse a los bienes culturales, su intercambio internacional y su posible protección por parte de algunos estados nacionales.
La polémica provocó la ruptura del monolítico frente de los países más desarrollados. Francia y Canadá, enfrentan con válidos argumentos de protección la política aperturista de EE.UU., que considera a la cinematografía y sus productos como bienes de intercambio no específicos, sujetos a las reglas generales del comercio internacional regulado por la OMC y sus acuerdos.
A la luz de esta polémica, en 1993, nace el concepto de “excepción cultural”, que ha sumado a Francia y Canadá el respaldo de muchos países, incluido Brasil y Argentina, preocupados por la supervivencia de sus industrias culturales, en particular la cinematográfica y la audiovisual.
El concepto define la propuesta de exceptuar la cultura y sus actividades productivas de las reglas del mero comercio, permitiendo formas específicas de protección y fomento que, de no existir, implicarían el debilitamiento y hasta la desaparición de las identidades culturales nacionales.
La excepción cultural como propuesta, se funde con el más amplio concepto de “diversidad cultural”, que expresa la más firme resistencia a la globalización salvaje impulsada por el mercado del ocio y el reducido grupo de multinacionales que lo hegemonizan. Lo que está en juego es mucho más que el éxito o fracaso de una industria y sus empresas. Naciones enteras se juegan en este debate su “lugar en el mundo” o la definitiva exclusión.
El cine es, fundamentalmente, una industria cultural y requiere, como el conjunto de nuestras industrias, de activas políticas públicas de estímulo y protección, propias de su doble especificidad: cultura e industria.
La industria del cine argentina es una industria pequeña, aparentemente débil, pero es también, debemos decirlo, la segunda industria del idioma español y tal vez la décima o novena industria cinematográfica de occidente, por la cantidad de películas y por su presencia en el mercado mundial.
Si no existiera protección aduanera para los autos en la Argentina, no existiría la industria automotriz, y si no tuviéramos alguna forma de protección para el cine, no tendríamos industria cinematográfica. Si los autos se protegen por vía aduanera, ¿cómo podemos proteger el cine? Reaparece aquí el tema de la excepción cultural para la actividad cinematográfica, exceptuada de hecho de las formas habituales de protección de bienes industriales.
Curiosamente el primer partidario de esta protección ha sido Estados Unidos, que planteó en 1948 la necesidad de que las industrias culturales debían de ser exceptuadas de los acuerdos de comercio entre las naciones. Prueba una vez más que la gran potencia del Norte no tiene posiciones permanentes sino sólo intereses permanentes.
Para proteger al cine como industria, los estados que quieren tener una industria cinematográfica y audiovisual activa han desarrollado diferentes maneras de fomento. Con excepción de EE.UU., China y la India que, como controlan sus grandes mercados o, en caso de Hollywood, el mercado mundial, el resto de los países del mundo que tienen industria cinematográfica, como Francia, España, Italia, subsidian su cine. ¿Por qué requieren de esas ayudas la mayoría de las cinematografías del planeta?
Subsidios vs. Dumping
Es muy difícil para cualquier país, a riesgo de aislarse culturalmente, gravar con razonabilidad industrial una película extranjera en su paso por la aduana. El propósito de forjar identidades está acompañado por la necesidad de integración y participación en un mundo globalizado. Lo contrario podría generar una cultura nacional pero al mismo tiempo aislada, desconectada de lo que es la producción global.
China, por ejemplo, pone un límite a la entrada de películas extranjeras y, a pesar de la reciente apertura, sólo permite 30 películas extranjeras por año. Mi punto de vista es que esto no es viable para la Argentina ni en términos políticos, ni económicos, ni culturales, y es así como lo ve la mayoría de los países de occidente. No hay otra posibilidad que permitir el ingreso de películas extranjeras sin gravar su verdadero costo industrial, que es el costo de producción.
Pero eso genera una enorme desventaja para las industrias culturales de los países que deben enfrentar a la cultura más poderosa, que es la que produce cine fundamentalmente desde Hollywood. Entran al mercado cinematográfico películas que costaron u$s 100 millones y sólo pagan un impuesto mínimo por el ingreso de un internegativo, que es una copia del negativo original.
Esto determina una suerte de dumping frente a nuestra industria cinematográfica, que debe competir con películas que ya amortizaron su costo, mientras las películas argentinas deben amortizarlo en su propio mercado.
A esta desventaja debemos agregar el hecho de que nuestros filmes pagan, a su vez, un impuesto aduanero por el material virgen que utilizan, por el equipamiento (cámara, luces, equipos de edición) y por los productos utilizados en el proceso de laboratorio.
Esto es lo que definió muy bien el presidente Kirchner en su discurso del Festival de Mar del Plata: “Una lucha entre David y Goliat”. Nuestro cine es sin duda una suerte de David cinematográfico que debe pelear contra el Goliat de Hollywood y, además, con las manos atadas. Entonces, lo que han hecho los países desde hace tiempo, la Argentina desde 1948, es tener políticas de fomento del cine propias, no excluyentes del cine extranjero.
En la actualidad, en la Argentina esta protección es regulada por la Ley de fomento cinematográfico, que establece un fondo que se nutre del 10% de toda entrada vendida, 10% de todo video vendido o alquilado y un porcentaje de publicidad en la televisión. Con este fondo fomentamos nuestro cine. Un monto equivalente a lo que sale una película mediana o pequeña de Hollywood. Con esta cifra el Estado argentino contribuye a la producción de alrededor de 50 películas anuales.
Cuota de pantalla
Además de los subsidios, hay una segunda línea de defensa, ya que de nada sirve que una política pública ayude a filmar si se mantiene la hegemonía casi salvaje de la producción norteamericana, los llamados “tanques”de Hollywood.
Basta analizar los porcentajes de participación de las cinematografías nacionales para entenderlo: el cine alemán llega a un 12 % en su propio mercado; España tiene un 16%; Brasil ha oscilado del 8 % el año pasado, al 23% sobre la base de una particular asociación entre las compañías norteamericanas y el cine brasileño. En Argentina hemos estado históricamente entre un 10 y un 20%. Pero en 2004, a pesar de contar con películas de gran potencial comercial, hemos descendido por debajo del 10% en nuestro propio mercado.
Es evidente que el sistema de comercialización que distribuye las películas “tanque” tiene una política francamente agresiva, con metas explícitas para copar las pantallas. Estrenan con una cantidad masiva de copias, tapan las salidas (muy pocos títulos, muchas copias) y sobre la base de una alianza explícita con las empresas de las multipantallas. En el momento de levantar por la nueva programación una película de Hollywood o una argentina, ha sido recurrente la opción de levantar a esta última.
Esta es la historia de muchos países, no sólo de la Argentina. Entonces aparece la pregunta: ¿para qué sirve fomentar una industria de cine si luego no se la protege en la exhibición?
Volvemos entonces al punto de partida, ¿es válido que un Estado proteja a una industria cultural frente a las desventajas que ésta padece en el libre juego del mercado? La respuesta, obviamente, es sí. Los países sensatos toman medidas de protección de sus industrias, incluidas las industrias culturales. Un estado puede y debe valerse de formas de protección, especialmente en el plano de su producción cultural.
Esta es la razón por la que se implementa la cuota de pantalla. Que curiosamente no es la medida fundamental para proteger en el mercado al cine argentino. La cuota de pantalla es algo así como el piso. El piso establece que se debe estrenar una cantidad de películas por año en las salas de cine nacionales, pero ocurre que, al no haber películas ni copias suficientes, los resultados se diluyen.
Hagamos un cálculo: hacemos 50 películas por año, que se estrenan con menos de 10 copias. Eso significa que al mercado local ingresan 500 copias de cine nacional por año. Una sola película grande norteamericana llega hoy a las 140 copias, lo que implica que con sólo tres películas de las denominadas “tanque” prácticamente nos equiparan.
La finalidad de la cuota de pantalla es facilitar el estreno de todos los títulos argentinos, pero si todo terminara ahí, habría libertad para sacarlos por la presión de los títulos de las grandes distribuidoras de Hollywood. Por lo tanto, aun con cuota de pantalla, no habría techo, no podríamos crecer.
Media de continuidad
Para compensar esta debilidad se ha complementado la cuota de pantalla con lo que se conoce como media de continuidad, que consiste en la obligatoriedad de que una película que reúne una cantidad mínima de espectadores se quede en cartelera.
Para dar un ejemplo, Luna de Avellaneda (en cartelera al momento de este trabajo), cumple en las salas en que se proyecta la cuota de pantalla. Sobre la base de las necesidades de las salas y de los distribuidores extranjeros, la película igualmente podría bajar de cartel, pero ahora, con la vigencia de la ley, se dan dos realidades: que no puedan sacarla, pero también que los empresarios de la exhibición no pierdan dinero porque están dejando una película que logra buenas recaudaciones.
Hay entonces dos herramientas que se complementan: obligatoriedad de exhibición en la cuota de pantalla e imposibilidad de levantar el filme exitoso con la media de continuidad. Pero en este último caso hablamos de películas que la gente desee ver. La ley no implica que una película sin público permanezca igual en cartel. Esto no puede ocurrir ya que es imposible una protección de mercado que tienda a la destrucción del mercado, negándole rentabilidad al negocio de la exhibición. Además contradice el espíritu del fomento, ya que el cine argentino se subsidia sobre la base de la recaudación total de boletería. Si se obliga a que permanezcan películas de baja taquilla, descendería la recaudación de boletería en detrimento de los recursos necesarios para subsidios. Paradójicamente, destruiríamos al cine que debemos proteger.
Pero, a mi parecer, una política pública de fomento de cine no debe jerarquizar sólo el cine comercial, debe jerarquizar la producción cinematográfica. Lo que ocurre es que la porción de mercado propia se defiende con el cine de mayor potencial comercial del mismo modo que la porción de festivales y prestigio internacional se defiende con el cine de arte.
Espacios INCAA
Por último, los Espacios INCAA, que tienen hoy el 1 % del mercado en la Argentina y que esperamos acrecentar, son la última línea de protección para nuestro cine. Apuntan, como cadena nacional de salas, a la sistemática presencia de todo el cine argentino en lugares a donde no llegaría por la vía comercial, y al mantenimiento en cartelera de películas que, por sus características, no cumplen con la media. Los Espacios INCAA son una herramienta complementaria que permite la construcción de un mercado alternativo, subsidiado por el Instituto, para asegurar la presencia de nuestro cine en el mercado y expandirlo a un sector que no tiene acceso a las salas por el precio de la entrada.
Y cumplen un rol social muy importante, porque si tenemos una política pública de cine, es una política pública del país para todos los argentinos. Aquí hay un ejemplo de cómo lo nacional y lo popular deben ir de la mano: la política nacional de protección de cine debe tener también una función social.
Con las recientes medidas regulatorias no queremos (ni podemos) expulsar a Hollywood de nuestras pantallas, hemos tomado medidas simplemente para que Hollywood no nos expulse a nosotros. Hoy no estamos planteando tener 80% del mercado argentino (cuando es Hollywood el que tiene el 85% de nuestro mercado), ni tampoco prohibimos o limitamos el ingreso del cine norteamericano como lo hace China. Lo hacemos para proteger la parte de mercado que entendemos nos corresponde por la cantidad y calidad de producción de nuestra cinematografía: un 20%, en la perspectiva de hasta un 30% a partir de la consolidación de las nuevas medidas.
La cuota de pantalla no es en sí misma una bandera; sí lo es la defensa del interés nacional, de nuestra cultura, del trabajo argentino, de un cine nacional jaqueado permanentemente en nuestro propio mercado... Entonces las medidas se vuelven herramientas, no son fines sino medios.
La cuota de pantalla es un tema esencial porque la cultura es esencial para el proyecto de un país. Pero también es esencial porque en torno a debates y discusiones sobre esto se establecen formas de desarrollo, de soberanía, de crecimiento, se marca un camino. La indefensión de nuestro cine sería una derrota para todos los argentinos, aunque no debemos esperar que la cuota de pantalla obre un milagro, ya que es sólo un medio, una política pública de protección que necesita del conjunto de políticas que diseñan el camino para construir un país en el que valga la pena vivir. Una vez más es imprescindible recordar que no podrá haber un cine exitoso en un país que fracase.
Para compensar esta debilidad se ha complementado la cuota de pantalla con lo que se conoce como media de continuidad, que consiste en la obligatoriedad de que una película que reúne una cantidad mínima de espectadores se quede en cartelera.
Para dar un ejemplo, Luna de Avellaneda (en cartelera al momento de este trabajo), cumple en las salas en que se proyecta la cuota de pantalla. Sobre la base de las necesidades de las salas y de los distribuidores extranjeros, la película igualmente podría bajar de cartel, pero ahora, con la vigencia de la ley, se dan dos realidades: que no puedan sacarla, pero también que los empresarios de la exhibición no pierdan dinero porque están dejando una película que logra buenas recaudaciones.
Hay entonces dos herramientas que se complementan: obligatoriedad de exhibición en la cuota de pantalla e imposibilidad de levantar el filme exitoso con la media de continuidad. Pero en este último caso hablamos de películas que la gente desee ver. La ley no implica que una película sin público permanezca igual en cartel. Esto no puede ocurrir ya que es imposible una protección de mercado que tienda a la destrucción del mercado, negándole rentabilidad al negocio de la exhibición. Además contradice el espíritu del fomento, ya que el cine argentino se subsidia sobre la base de la recaudación total de boletería. Si se obliga a que permanezcan películas de baja taquilla, descendería la recaudación de boletería en detrimento de los recursos necesarios para subsidios. Paradójicamente, destruiríamos al cine que debemos proteger.
Pero, a mi parecer, una política pública de fomento de cine no debe jerarquizar sólo el cine comercial, debe jerarquizar la producción cinematográfica. Lo que ocurre es que la porción de mercado propia se defiende con el cine de mayor potencial comercial del mismo modo que la porción de festivales y prestigio internacional se defiende con el cine de arte.
Espacios INCAA
Por último, los Espacios INCAA, que tienen hoy el 1 % del mercado en la Argentina y que esperamos acrecentar, son la última línea de protección para nuestro cine. Apuntan, como cadena nacional de salas, a la sistemática presencia de todo el cine argentino en lugares a donde no llegaría por la vía comercial, y al mantenimiento en cartelera de películas que, por sus características, no cumplen con la media. Los Espacios INCAA son una herramienta complementaria que permite la construcción de un mercado alternativo, subsidiado por el Instituto, para asegurar la presencia de nuestro cine en el mercado y expandirlo a un sector que no tiene acceso a las salas por el precio de la entrada.
Y cumplen un rol social muy importante, porque si tenemos una política pública de cine, es una política pública del país para todos los argentinos. Aquí hay un ejemplo de cómo lo nacional y lo popular deben ir de la mano: la política nacional de protección de cine debe tener también una función social.
Con las recientes medidas regulatorias no queremos (ni podemos) expulsar a Hollywood de nuestras pantallas, hemos tomado medidas simplemente para que Hollywood no nos expulse a nosotros. Hoy no estamos planteando tener 80% del mercado argentino (cuando es Hollywood el que tiene el 85% de nuestro mercado), ni tampoco prohibimos o limitamos el ingreso del cine norteamericano como lo hace China. Lo hacemos para proteger la parte de mercado que entendemos nos corresponde por la cantidad y calidad de producción de nuestra cinematografía: un 20%, en la perspectiva de hasta un 30% a partir de la consolidación de las nuevas medidas.
La cuota de pantalla no es en sí misma una bandera; sí lo es la defensa del interés nacional, de nuestra cultura, del trabajo argentino, de un cine nacional jaqueado permanentemente en nuestro propio mercado... Entonces las medidas se vuelven herramientas, no son fines sino medios.
La cuota de pantalla es un tema esencial porque la cultura es esencial para el proyecto de un país. Pero también es esencial porque en torno a debates y discusiones sobre esto se establecen formas de desarrollo, de soberanía, de crecimiento, se marca un camino. La indefensión de nuestro cine sería una derrota para todos los argentinos, aunque no debemos esperar que la cuota de pantalla obre un milagro, ya que es sólo un medio, una política pública de protección que necesita del conjunto de políticas que diseñan el camino para construir un país en el que valga la pena vivir. Una vez más es imprescindible recordar que no podrá haber un cine exitoso en un país que fracase.