9 de diciembre de 2009

Por una política cultural coherente

por Christian Wiener Fresco
Publicado en el diario La Primera (09/12/09)

Hace unas semanas, la congresista Luciana León, con el apoyo de la Célula Parlamentaria Aprista y parlamentarios de otras tiendas políticas, hizo público el Proyecto de Ley N° 3191 que busca regular y promover el mecenazgo cultural.


Se trata sin duda de una propuesta muy beneficiosa y plausible, que permitiría estimular la inversión privada en el campo cultural, ya que las personas o empresas que apoyen financieramente estas actividades, sea como donaciones o patrocinios, podrán deducirlo como gasto para el pago del impuesto a la renta.

Este tipo de incentivos tributarios se dan con éxito en varios países, como los Estados Unidos, Brasil y Chile en nuestro continente, y de manera parcial en Argentina, Colombia, México y Uruguay. En el Perú, hasta inicios de la década del 90 del siglo pasado, estuvo vigente un régimen de exoneraciones tributarias para quienes invertían en cultura, pero vacíos en las normas, que favorecieron un uso no siempre transparente y efectivo de la misma, además de la ortodoxia económica del MEF, que bloqueaba cualquier tipo de derivación fiscal, la llevaron a su desprestigio y posterior derogación.

El proyecto de la congresista aspira a no repetir el pasado y para ello propone que los beneficiarios del mecenazgo cultural sean “entidades públicas y privadas sin fines de lucro que presenten un proyecto o actividad cultural que sean de interés general”. ¿Pero la intermediación de estas instituciones “sin fines de lucro” será suficiente garantía de un uso adecuado y democrático de los recursos privados? Ciertamente que no, y por ello la necesidad de legislar con precisión los alcances y compromisos que esta disposición comporta, porque a fin de cuentas estamos hablando, aunque de manera indirecta, de dinero de destino público.

Otro riesgo en el proyecto es la concentración de la inversión en expresiones artísticas y culturales “mediáticas”, y en zonas de alta densidad poblacional, en detrimento de sectores más pobres o menos “relacionados” que otros. En ese sentido, y para evitar cualquier tipo de elitismo que pueda distorsionar la medida, sería conveniente que la norma contemple que las producciones y actividades descentralizadas, así como las que corresponden a nuevos talentos y promotores, puedan tener un trato preferente en cuanto a los beneficios tributarios de las donaciones y patrocinios que reciban.

Estas objeciones las planteamos no para desmerecer esta importante iniciativa, sino, por el contrario, buscando perfeccionarla y hacerla más inclusiva, porque de efectivizarse, sería un significativo apoyo al desarrollo cultural del país. Sin embargo, y esto también hay que decirlo, esta ley no debe significar que el Estado renuncie a sus obligaciones en materia de diseño y promoción de política cultural, o como dice Santiago Alfaro, que sirva de “coartada” al Estado para evadir sus responsabilidades.

Ministerio de Cultura

En ese sentido, la ley de mecenazgo cultural no puede verse desligada del proyecto remitido a fines de octubre de este año por el Poder Ejecutivo (N° 3622) que crea, organiza y establece las funciones de un futuro Ministerio de Cultura; iniciativa largamente esperada en el sector cultural, anunciada y nunca efectivizada durante el anterior gobierno y una de las promesas electorales de la actual administración.

Los ministerios de cultura son entidades claves en el impulso y monitoreo de la actividad cultural desarrollada en países como Francia, España, Argentina, Brasil, Colombia, Chile o Venezuela, porque dotan al sector de autonomía presupuestaria, decisión ejecutiva y peso político. No se concibe hoy un Estado moderno y democrático, que no tenga una participación activa en esta área –en coordinación con el sector privado y la sociedad civil-, cuyos bienes y servicios tienen un valor estratégico, más allá del meramente económico, como afirmación y defensa de la diversidad cultural existentes, y portadora de identidad, valores y sentidos de una sociedad, más aún en estos tiempos de globalización.

Lamentablemente, el proyecto para su creación parece quedarse en los aspectos administrativos y organizativos de la nueva entidad, pero no avanza a definir un elemento básico de la misma, que es la política cultural que lo sustente, y cual es el real compromiso del Estado y el gobierno con la cultura, en armonía con los acuerdos y convenciones internacionales que sobre la materia ha suscrito y forma parte la nación (como la Convención sobre la protección de la diversidad de los contenidos culturales y las expresiones artísticas promovida por la UNESCO).

Sin un claro señalamiento de las políticas públicas en el campo cultural y las responsabilidades y objetivos del Estado en su desarrollo, se corre el riesgo de quedarnos con un Instituto Nacional de Cultura ampliado, con un rango político mayor, pero con las mismas dificultades, carencias y vacíos que desde hace años soporta esta institución. Creada hace 38 años con el fin de “proponer y ejecutar la política cultural del Estado”, el INC se ha limitado –dentro de lo posible- a la preservación del invalorable patrimonio cultural del país, dejando postergado lo referente a la cultura viva y el capital simbólico de nuestras pujantes industrias culturales.

Hay que tener en cuenta, además, un antecedente tan poco auspicioso en este campo, como la reciente iniciativa gubernamental para recortar funciones al Instituto en lo que respecta a la declaratoria de bienes que se pueden considerar Patrimonios Culturales (proyecto de ley N° 3464), lo que genera fundados temores de que este nuevo ministerio sea, en el mejor de los casos, una suma de buenas intenciones, pero con escasa decisión y presencia, como sucede actualmente con el Ministerio del Ambiente.

Cine Nacional

Finalmente, todas estas iniciativas y proyectos deben ser evaluados también en función al accionar concreto del aparato estatal y los diferentes sectores políticos respecto a los diferentes ámbitos y espacios que conforman el sector cultura, vale decir artes plásticas, literatura, teatro, danza, música –no solo “culta” sino popular- y, por supuesto, también el cine y audiovisual.

En este último caso, como es de público conocimiento, ante el reiterado incumplimiento por parte del Estado de las asignaciones presupuestarias establecidas en la Ley de cinematografía vigente (la 26370), se presentaron este año al Congreso dos proyectos de ley que buscan dotar de fondos al cine nacional, tomando como base el impuesto a los boletos de cine, actualmente de destino municipal.

Pero la gran diferencia entre los proyectos 3091 y 3339, conocidas también como de “Fomento a la Producción Cinematográfica Nacional” y de “Masificación del Cine”, respectivamente, no es tanto un asunto de cifras y porcentajes –aunque también sean importantes y significativos- sino fundamentalmente de opción cultural, vale decir la orientación y metas que el Estado se propone promover en este campo, y que es, por un lado, una apuesta al cine nacional como expresión cultural integral y descentralizada y, de la otra parte, fortalecer aun más el poder de la distribución comercial trasnacional (las “Major’s”), esperanzándose en su buena voluntad y mala conciencia para que aporte a favor del cine nacional.


¿Es el proyecto 3339 una forma de “mecenazgo cultural”? Sería desvirtuar groseramente el sentido de esta propuesta legislativa y sus ejemplos en otras partes del mundo, al establecer tal paralelo, ya que en este caso, de aprobarse, estaríamos ante una renuncia del Estado a su rol de promotor y fiscalizador, cediendo iniciativa e ingresos a un sector privado que tiene intereses específicos en el sector, pues forman parte de la cadena comercial de cualquier película, y que controla de manera oligopólica el mercado cinematográfico nacional, como el de casi todo el mundo..

De ahí que es importante, al hablar de los diferentes proyectos sobre cultura presentados recientemente al Congreso, que empecemos por definir y precisar que política cultural lo sustentan, las propuestas que se promueven desde el Estado para las diversas expresiones identitarias que conforman nuestro acervo cultural, y el papel que deben ocupar los distintos actores sociales para su gestión y desarrollo. No por un prurito académico, y sin retórica, demagogia o dirigismo, pero si para conocer y evaluar los objetivos y rumbo que se proponen para nuestra cultura, incluso si ello se quedara sólo en enunciados. Ahí esta como base, para no repetir lo andado y superar complejos adánicos, los “Lineamientos de la política cultural del Estado” formulados en el 2001 por una comisión plural, y que el proyecto del Ministerio de Cultura ni siquiera lo menciona. ¿Continua vigente o el gobierno tiene algo mejor que proponer al respecto? Lo fatal, en este punto, sería suponer como los neoliberales que “la mejor política cultural es la que no existe”, que como decía García Canclini, significa en la práctica renunciar a ser Estado y a tener una creación propia y diferenciada en beneficio de las leyes del mercado.

Por esta razón, no podemos seguir entendiendo los proyectos legislativos sobre cultura como si fuera un archipiélago de propuestas y planteamientos aislados, inconexos y a veces incluso contradictorios e incoherentes entre sí, sino más bien en conjunto, como parte de un proyecto de política cultural integral y coherente, a favor del desarrollo de nuestra cultura nacional en todas sus manifestaciones y diversidad, convocando a la empresa privada y la sociedad civil, pero sin renunciar al rol que le compete al Estado en la materia.

Sólo con estas premisas serán realmente viables no sólo en el Congreso o el Ejecutivo sino con los propios actores culturales y frente a la opinión pública, los diferentes proyectos de ley sobre cultura que se están revisando actualmente en el Parlamento.

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