Francia creó en 1948 un impuesto a la recaudación en taquilla, hoy del 11%, para financiar su cinematografía con el fin de hacer frente a la invasión de películas norteamericanas. La medida fue luego complementada por otras que gravaron también los ingresos de las empresas de televisión y video, dos de las ventanas por las que circula el cine.
Decisiones de este tipo han sido imitadas en muchas partes del mundo debido a que generan para los cines nacionales una economía de transferencia horizontal (el dinero recaudado a partir del rendimiento del mercado vuelve al sector primigenio) y una fuente estable y racional de recursos (ya que proviene de los mismos espectadores y no de todos los contribuyentes)
En el Perú, por el contrario, a través de la llamada Ley “Procine” se ha optado por una alternativa, inédita a nivel internacional, que beneficia principalmente a las empresas de distribución y exhibición vinculadas a Hollywood. Lo hace porque el Estado renuncia a su potestad de gravar una actividad económica con fines de interés nacional para avalar un aporte privado de carácter “voluntario y temporal”, jurídicamente inseguro (sólo la buena fe y largos procesos judiciales garantizarían su cumplimiento) y económicamente inconveniente (los recursos que podrían ser aprovechados a favor del cine peruano terminan principalmente en las manos de un oligopolio extranjero)
Siguiendo la misma línea, otros artículos de la Ley contribuyen al desarrollo de los intereses comerciales de dichas empresas en el campo de los derechos de autor (al permitirles administrar un “Fondo antipiratería”) y la “creación estética local” (al “obligarlas” a asesorar proyectos cinematográficos). Además, es inaceptable que una ley tenga como objetivo “la masificación del cine”. Si el mercado promueve los estímulos suficientes para que esto último suceda, no hay justificación para que los poderes públicos intervengan.
Ese es nuestro caso. En los últimos años no sólo se ha incrementado el número de espectadores (de 3.4 a 17.2 millones entre 1996 y el 2009) también lo han hecho las salas de cine. De hecho, los mismos exhibidores reconocen que tienen planificado construir 15 multicines en los próximos dos años gracias al auge de los centros comerciales. Ampliar por ley las utilidades de un puñado de empresas es una medida mercantilista que atenta contra los principios de la libre competencia.
Las condiciones actuales del comercio cinematográfico lo corroboran. La industria mundial de cine se caracteriza por el dominio, casi exclusivo, de los seis estudios de Hollywood, popularmente conocidos como Majors. En el 2009, sólo de las taquillas obtuvieron –en conjunto– 29.9 mil millones de dólares como ingresos: 30 y 300 veces más que las industrias europeas y latinoamericanas, respectivamente.
En parte, ello se debe a que controlan los sistemas de distribución y exhibición a través de una red de empresas subsidiarias o afiliadas, apoyadas en dos estrategias de negocio: la oferta saturante (la puesta en circulación de un gran número de copias de un filme durante períodos cortos de tiempo); y la reserva en bloque (los distribuidores obligan a los exhibidores a adquirir las películas en paquete, reduciendo los espacios para cinematografías de otros orígenes)
Por lo mismo, “masificar las salas de cine” implicaría en la práctica facilitar que nuestro mercado continúe siendo inundado por películas hollywodenses. Las consecuencias: más “Throns” y menos “Octubres” en nuestras pantallas; más cine norteamericano y menos opciones para los consumidores; más taquillazos para Hollywood, menos posibilidades de crear un mercado de cine nacional, basado en la demanda de los propios peruanos.
El dilema del gremio cinematográfico que condujo a la aprobación de esta inexcusable norma –apoyarla o quedarse sin recursos– es falso. A diferencia del Congreso, el Ejecutivo, liderado por el Ministerio de Cultura, podría impulsar una iniciativa legal que posibilite financiar el cine nacional a través de un gravamen a las entradas correspondiente al 10%, siguiendo el modelo francés; distribuir proporcionalmente los recursos, promoviendo el desarrollo del cine regional; y modificar todos los artículos que consolidan la posición de dominio de Hollywood.
Esta es la salida que le corresponde a un Estado responsable de hacer valer su soberanía sobre la producción audiovisual nacional y la libertad cultural de sus ciudadanos.
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