15 de julio de 2009

Sobre leyes y gobiernos

A propósito del debate sobre los proyectos de nueva ley de cine en el Congreso, se ha dicho y repetido en estos días que las últimas leyes de cine sólo fueron posible porque se promulgaron durante regímenes de facto (Velasco, Fujimori), mientras en los llamados “períodos democráticos”, naufragaron uno y otro ambicioso proyecto de ley de cinematografí a en la kafkiana burocracia legislativa.

Se trata en realidad de una media verdad que, como tal, esconde también una media mentira, porque las leyes de cine no fueron tanto “favores” del poder de turno, o “gracias de su majestad”, sino resultado de la presión política y mediática de los cineastas.

Revisemos sino la historia, mucho de cuyos protagonistas pueden todavía atestiguarla. La ley de Fomento a la Industria Cinematográfica, promulgada en 1972 durante el gobierno de
la Junta Militar de Velasco, se gestó en los años finales del primer gobierno de Belaunde, cuando una comisión de cineastas, constituidos en la Sociedad Peruana de Cinematografí a, junto a la existente Asociación de Productores Cinematográficos, gestionaron en el Congreso de entonces la promulgación de una nueva ley de cine. El golpe militar interrumpió este proceso legal, que fue retomado cuatro años después con la salida del Decreto Ley 19327, saludada por los gremios de productores de entonces, en la que participó en su redacción una comisión en la que tuvo un rol central el realizador Armando Robles Godoy[i].

Esta ley respondía a la ideología de afirmación nacionalista de la época, estableciendo la obligatoriedad de exhibición de cine peruano (de largo y cortometraje) en las salas de cine de todo el país; y el presidente de entonces tuvo la dignidad de rechazar las bravatas y amenazas del entonces todopoderoso zar de la Major’s, Jack Valenti. Sin embargo esta ley no buscaba otra cosa que promover el desarrollo industrial en este sector, impulsando la actividad privada y la inversión de capitales nacionales, beneficiados con incentivos tributarios. Por eso, no faltaron voces que en su momento cuestionaron el decreto, acusándolo de tímido y proempresarial, como la revista Hablemos de Cine.

Como he señalado en otro texto[ii], no obstante sus limitaciones la Ley tuvo una vigencia de 20 años, sobreviviendo a los erráticos Gobiernos de Belaunde y García, e impulsando casi de la nada toda la producción cinematográfica que actualmente existe en el Perú, y de peruanos en el extranjero. Es cierto que no se consolidó una base técnica competitiva con otros países del continente (laboratorios y equipos) pero si se constituyó un sólido equipo artesanal de realizadores, técnicos y actores que han dado vida a más de 60 largometrajes y mil cortos, muchos de los cuales han ganado premios y reconocimientos en distintos certámenes internacionales.

En diciembre de 1992, a pocos meses del autogolpe, el gobierno de Fujimori y su ministro de economía Carlos Boloña promulgaron el Decreto Ley 25988, eufemísticamente denominado “ley de racionalizació n del sistema tributario nacional y de eliminación de privilegios y sobrecostos”, que en su artículo 4, inciso g) derogó los artículos principales del D.L. 19327, dejando la ley prácticamente inservible.

Con la caída de la ley, nuevamente se reactivó el gremio con acciones en las calles y artículos en los medios, pero las circunstancias eran mucho más duras, con un discurso ultraliberal vigente –que aborrecía todo lo que era apoyo del Estado e intervención en el mercado- y de total apertura a la inversión extranjera, lo que explica que la propia Embajada norteamericana se atreviera a sugerir al nuevo Congreso Constituyente Democrático la no aprobación de una ley de de cinematografí a que pudiese afectar intereses de sus empresas (las Major’s). Agréguese a ello, la división del gremio, con una mayoría en la Asociación de Cineastas (ACDP) y otro sector de cineastas reconocibles en SOCINE, llevando cada uno su propuesta de ley al CCD.

Sin embargo, un año después ambos gremios nos vimos obligados a deponer diferencias y concertar voluntades en la Comisión de Industrias que presidía el ingeniero Celso Sotomarino. Y fue gracias a un largo y paciente trabajo en esta instancia, que se pudo sacar adelante, con los votos de las diferentes bancadas de ese congreso, incluso del oficialismo, el proyecto de nueva ley de cine. Como se sabe, el proyecto fue objetado por distribuidores y exhibidores, que arguyeron que se le expropiaban ingresos, movilizando sus influencias económicas y mediáticas, con los “gurúes” del nuevo credo liberal acusándonos de poco menos que comenchados y otras lindezas por el estilo. Pero los cineastas también salimos a los medios, ganando espacio en los sectores de la cultura, intelectualidad y sociedad civil, fundamentando porque era necesaria una ley en este campo frente a los monopolios que impedían el “libre comercio” y porque el cine representaba, también, un asunto de identidad. Al final el Ejecutivo, que debía pronunciarse si aprobaba u observaba el dictamen congresal, movilizó a uno de sus ministros, el de educación, para contraproponer a los cineastas un proyecto alternativo, donde en vez de tomar el dinero del negocio cinematográfico, fuera entregado por el Estado a través de una partida presupuestal especial.

Este fue el origen de la Ley 26370, de fomento a la producción cinematográfica nacional, que creó la figura de los concursos, el CONACINE y toda la estructura vigente del cine peruano hasta el día de hoy. En la autógrafa que acompaña al proyecto, el Jefe de Estado señala por primera (y única) vez lo que a su juicio debería ser la política cultural del Estado en tiempos del liberalismo, al firmar que “una de las obligaciones del Estado es desarrollar, difundir y preservar la cultura con el propósito de afirmar la identidad cultural del país, sin buscar una retribución económica”.

Claro que, como también es conocido, los sucesivos gobiernos, empezando por el de mismo Fujimori y llegando al actual, se encargarían de deshonrar estos buenos propósitos, al incumplir sistemáticamente con entregar los montos asignados en la ley para los concursos, dando apenas el 15% de lo establecido, con algunos incrementos que lo acercan al 40% en los últimos dos años.

Hay que mencionar que en el ínterin democrático se elaboraron proyectos más amplios e integrales de leyes de cinematografí a, acordes con los estándares de otras legislaciones internacionales, pero reiteradamente se chocaron con el poco interés y temor de los legisladores en el Congreso. ¿Por qué? Tal vez la suma de intereses y cálculos de nuestra medrosa clase política, incapaz muchas veces de legislar más allá de lo fácil y publicitario, miope para todo lo que sea cultura e identidad, e incapaz de afectar a los poderosos en cualquier ámbito de la sociedad (cuando no decididamente corrupta).

Eso no quiere decir que las dictaduras sean mejores que la democracia, porque como bien dice esa frase, que no se si fue de Churchill u otro ilustre, “la democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás”. Pero lo cierto es que los gobiernos de facto, valiéndose de su posibilidad expeditiva y su arbitrario poder, pudieron sacar adelante leyes de cine limitadas pero efectivas, que han marcado el derrotero del cine peruano en estos últimos 40 años.

Ahora bien, y quiero reiterarlo, eso no quiere decir que estas leyes nos llegaran del cielo, sino fueron el resultado de las gestiones y presiones de los cineastas y la sociedad civil, frente a los cuales el Estado tuvo que sensibilizarse, aún si muchos de sus miembros no estuvieran plenamente de acuerdo.

Esto nos lleva a algunas conclusiones que señalo para no hacer más extenso este texto:

1. Las leyes se buscan, proponen, gestionan, discuten y pelean en el marco de las diversas instancias del Estado. No surgen por generación espontanea, ni por la gracia de Dios o algún político, por más amigo y sensible se encuentre frente a los temas de la cultura.

2. Las leyes en materia cultural requieren ante todo de una voluntad política del gobierno de turno, voluntad que se construye en la sociedad civil y los medios, que terminan presionando a través de la opinión pública a la parte legislativa y ejecutiva.

3. Las leyes de cine no son asunto sólo de cineastas sino de todos los sectores de la cultura y la sociedad en su conjunto, ya que de otra manera va ser vista como un mero aprovechamiento económico de un grupo de privilegiados (máxime cuando se financia con dinero público).

4. Las leyes de cine deben reafirmar el carácter cultural de esta actividad, porque si sólo se dimensiona el aspecto económico y comercial, terminará siendo objetada por favorecer a un determinado sector productivo en la lógica económica neoliberal.

5. La ley de cine debe reafirmar, muy claramente, su carácter de defensa de la identidad cultural de un país, no sujetándose a los intereses extranjeros de las Major’s, ni depender de ellos.

6. La búsqueda de una ley es un trabajo paciente y de hormiga, que no se resuelve con dos o tres reuniones con algún congresista inescrupuloso y un asesor despistado. Toma tiempo, es cierto, y sacrificio, pero es la única manera de poder conseguir que te escuchen en el Congreso

7. Y por último, nunca será posible una ley de cine sin un consenso del gremio. Se puede empezar divididos, pero la experiencia demuestra que sólo juntos pudimos lograr cosas, y que nos hagan caso.

Ojalá estas líneas hayan despejado algunos mitos y medias verdades instaladas en este tema, mirando hacia atrás para ver lo que nos falta por delante.


Christian Wiener

Notas.-
[i]100 años de Cine en el Perú. Una historia crítica. Ricardo Bedoya. Universidad de Lima, 1995. pag. 188
[ii] Los cazadores de la ley perdida. Christian Wiener. Revista Contratexto N° 9. Diciembre 1995, pag. 107

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